Donoso,José - Átomo verde número cinco.pdf

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José Donoso
«Átomo verde número cinco»
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Es una verdad universalmente reconocida que llega el momento en la vida de un
hombre, y más aun en la vida de una pareja, cuando se hace mandatorio comprar el
piso definitivo, instalarse de manera permanente; y después de una existencia más o
menos transhumante en pisos alquilados donde las soluciones estéticas nunca quedan
completamente satisfactorias, arreglar y alhajar el hogar propio de modo que refleje
con rigor el gusto propio y la personalidad propia es uno de los grandes placeres que
brinda la madurez. La elección cuidadosísima de las moquetas y las cortinas, la
exigencia de que los baños y los picaportes sean perfectos, maniobrar sutilmente —y
con toda la libertad que los medios y la sabiduría proporcionan— las gamas de colores
y las texturas empleadas en el salón, en el dormitorio, en la cocina y aun en los pasillos,
de modo que reposen la vista y realcen la belleza de la dueña de la casa, ubicar con
discriminación la cantidad de objetos acumulados durante toda una vida —o media
vida, en realidad, puesto que se trata de Roberto Ferrer y de Marta Mora, que acaban
de pasar la línea de la cuarentena—, utilizando los mejores y guardando otros para
regalar en caso de compromiso y «quedar bien», se transforma en una tarea
apasionante, en un acto de compromiso que nada tiene de superficial, sobre todo si la
pareja, como en el caso de Marta y Roberto, no tiene hijos. Roberto Ferrer, en los
momentos que le dejaba libre la práctica de la odontología, se dedicaba a la pintura —
unas abstracciones de lo más elegantes en negro y blanco sobre arpillera rugosa,
centradas alrededor de unos cuantos átomos en un color fuera de paleta—, y aunque
no poseía una educación artística formal, ciertamente «tenía mucho museo», como
solía decirle Paolo, que los asesoró en la decoración del piso. Por eso Roberto sentía
que una parte suya muy importante se «realizaba» en la amorosa exigencia que él
mismo desplegó para que el piso quedara impecable: original y con carácter, eso sí, sin
duda, puesto que ellos no constituían una pareja banal; pero no excesivamente
idiosincrásico —no atestado de objetos, por ejemplo, que aunque tuvieran valor, al
acumularse podían restarle rigor al piso—, y además preocupándose de que las
soluciones prácticas se ajustaran a las soluciones estéticas.
La pintura confortaba a Roberto —cosa que no hacía su práctica odontológica,
distinguidísima pero quizá demasiado vasta—, como también su cautelosa colección
de grabados: litografías, xilografías, aguafuertes... algún buril, sobre todo, en que lo
enamoraba la espontaneidad, la valiente emoción de la síntesis. Ciertas tardes de
invierno, cuando no tenía nada que hacer se deleitaba en examinar con lupa la línea un
poco peluda que produce la inmediatez de la punta seca, para compararla con la línea
químicamente precisa de un aguafuerte, y se convencía más y más —y convencía más
y más a Marta, dichosa porque una vez que la profesión de su marido les proporcionó
amplitud de medios él prefirió estas civilizadas aficiones de coleccionista, al golf, por
ejemplo, o a la montería, que se mostraron brevemente como alternativas posibles— de
que era una pena que ahora tan pocos artistas practicaran el buril. En fin, su propia
pintura, sus grabados, valiosos objetos reunidos con tanta discriminación en su piso
nuevo, su curiosidad por la literatura producida alrededor de estos temas, eran
integrantes de la categoría «placer».
En el gran piso nuevo, con su bella terraza-jardín, reservó para sí un cuarto vacío
con una ventana orientada al norte, en el cual no quiso poner nada hasta tener tiempo
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—por ejemplo, cuando se tomara las vacaciones, o hasta que sintiera que las paredes
del piso nuevo se transformaban en paredes amigas— para ver cómo instalaría su
estudio de pintor. Si es que lo instalaba. No quería sentirse presionado por nada
exterior ni interior, ansiaba vivirlo todo lentamente, darle tiempo al tiempo para que la
necesidad de pintar, cuando surgiera si surgía, lo hiciera con tal vigor que determinaría
la forma precisa del cuarto. Entonces, su relación con el arte se transformaría en una
relación verdaderamente erótica, como lo propone Marcuse. ¿Quién sabe si así podría
«realizarse» en la pintura? ¿Quién sabe, si como Gauguin, y apoyado por Marta, que
aprobaría su actitud, lo abandonara todo para irse a una isla desierta o a un viejo
pueblo amurallado en medio de la estepa, y como un hippie más bien maduro dedicarse
plenamente al placer de pintar sin pensar para qué ni para quién, ni qué sucedería en el
mundo si él no asumía por medio de la pintura su puesto en él? Mientras tanto
quedaba el cuarto vacío esperándolo como el mayor privilegio: no dejó que Paolo lo
tocara, ni siquiera que le sugiriera un color para los muros de enyesado desnudo... eso
lo decidiría solo, cuando llegara el momento. Tampoco permitió que Marta guardara
cosas allí «por mientras» —las mujeres siempre andan guardando cosas «por
mientras», con una especie de vocación por lo impreciso que no dejaba de irritarlo—,
ya que aun eso sería una transgresión: no, dejó el cuarto tal como era, un cubo
blanquizco, abstracto, con una puerta y una ventana y una bombilla colgando del
alambre enroscado en el centro, nada más. Después se vería.
La solución Gauguin le estaba apeteciendo muchísimo la mañana de domingo
cuando Marta se fue al Palau con la mujer de Anselmo Prieto, que ocupó la entrada
que le correspondía a él para escuchar a Dietrich Fischer-Diskau cantando el ciclo de
«La Bella Molinera». ¿O era «El Viaje de Invierno» esta semana? En fin, estaba
lloviendo, y si se levantara —lo que no tenía la menor intención de hacer— y se
asomara por la ventana vería cómo en la calle, tres pisos más abajo, arreciaba el frío: la
gente con los cuellos de los abrigos subidos, con paraguas enarbolados para defenderse
de una penetrante lluvia invisible. Roberto se había quedado en cama porque tenía uno
de esos agradables resfríos que ofuscan un poco y borronean las aristas de las cosas,
pero que no molestan casi nada porque el dolor de cabeza cede al primer Optalidón.
Además, cada ser humano tiene «su» resfrío, como tiene «su» cuenta de banco, «su»
sauna y «su» superstición: el resfrío de Roberto, por lo general, se resolvía en una
sinusitis que esta vez ni siquiera se había dado la molestia de presentarse. En todo
caso, era de esos resfríos que a uno lo liberan de la puritana necesidad de hacer
cualquier cosa, incluso leer, incluso entretenerse, dejando que el pensamiento o el no
pensamiento vague sin dirección y sin deber. Sobre todo hoy: este primer domingo en
que estaban lo que se puede llamar real y definitivamente instalados en el piso nuevo,
hasta el último vaso y el último cenicero ocupando sus lugares. El lujo de esta mañana
solitaria sin nada que hacer levantó dentro de él una marea de amor hacia todas sus
cosas, desde los cojines negros en las esquinas del sofá habano y las lámparas italianas
de sobremesa que eran como esculturas de luz pura, hasta ese cuarto que lo esperaba
con el yeso desnudo como lujo final y que, yendo más allá que Gauguin, hoy se sentía
con valor para dejar intacto, un cubo blanco y nada más, clausurado para siempre.
Sin embargo, se puso las pantuflas para acercarse a la ventana y mirar hacia abajo,
a la calle: ahora podía distinguir las gotas minúsculas que hacían abrir paraguas en esta
mañana de cielo tan bajo que encerraba la calle con una tapa oscura. Como un ataúd,
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pensó. Toda esa gente que camina allá afuera está en un ataúd y por eso tiene frío.
Adentro, en cambio, es decir afuera del ataúd, donde él estaba, hacía calor: una
calefacción tan bien pensada que no era agobiante y sin embargo le permitía levantarse
en pantuflas aun estando con catarro. Pero, ¿era verdad que estaba con catarro? ¿Se
podía realmente llamar catarro a este sentirse un poco abombado, con la nariz
goteando de cuando en cuando? No, la verdad era que no, sólo que no había sentido la
necesidad imperiosa de oír a Fischer-Diskau esta mañana... era el tercer concierto de la
serie y la gente se peleaba por las entradas, de modo que... no, hiciera lo que hiciera
debía nacer de un fuerte impulso interior o no hacerlo... y si pasaba mucho tiempo sin
el impulso para pintar podía instalar en su cuarto vacío un pequeño taller para
encuadernaciones de lujo, por ejemplo, cosa que no dejaba de tentarlo; o una sala con
moqueta y techo de corcho estudiada exclusivamente para escuchar música en
condiciones óptimas... todo esto mientras afuera llovía, mientras la gente tenía frío y él
no, y pasaban de prisa para ir a misa, o malhumorados llevando un paquetito con
queso francés para almorzar ritualmente el domingo en casa de sus suegros y Roberto
los observaba con ironía desde su ventana, en su piso perfecto, rodeado por la sutil
gama de marrones y beiges tan elegantes y cálidos, con una que otra nota negra o de
un verde seco que contrastaba con el conjunto, realzándolo.
No. En realidad no tenía catarro. Hoy no necesitaba engañarse a sí mismo ni
siquiera con eso. Lo que le apetecía en este momento era ver, ver y tocar y quizás hasta
acariciar y oler los objetos de su piso nuevo, entablar con ellos una relación directa,
propia, suya, privada; cometer, por decirlo así, adulterio con ellos en ausencia de su
mujer y conocerlos como a seres íntimos con los que —seguramente, si el mundo no
cambiaba demasiado ni él tampoco— viviría por el resto de sus días. Porque claro, lo
de Gauguin era bello, pero quizás un poquito pasado de moda.
Y hablando de Gauguin: allí, en el vestíbulo, adosado al muro, estaba su ÁTOMO
VERDE NÚMERO CINCO, sin duda lo mejor que había pintado. Al verlo sin colgar
sintió una repulsión hacia su cuadro. Es decir, no hacia la pintura en sí —sabía
perfectamente el valor relativo de ese cuadro al compararlo con los «grandes»
informalistas—, sino hacia ese objeto que era lo único en todo el piso que no estaba
totalmente colocado, definido y determinado. Con Marta lo habían discutido mucho
anoche, clavo en mano, allí en el vestíbulo. El no podía dejar de tener la sensación de
que Marta lo sobreprotegía al insistir en que era absurdo que no quisiera colgar en todo
el piso ni siquiera una de sus telas... absurdo no sólo porque ÁTOMO VERDE
NÚMERO CINCO era un cuadro muy bueno —quizá los blancos y negros sobre la
arpillera arrugada eran un poco Millares, quizás el tono de verde del «átomo» un poco
Soulages; pero, en fin, un buen cuadro dijeran lo que dijeran, fino y sofisticado—, sino
que además, y era aquí donde Marta se mostraba más exigente, porque era de ella. Sí,
señor, de su propiedad particular y privada porque él se lo había regalado hacía unos
meses para el decimoquinto aniversario matrimonial. Y ella lo quería ver allí, en el
vestíbulo, junto a la puerta. Sí, lo exigía:
—Al fin y al cabo, yo también existo...
Él había pensado regalarle una joya, algo realmente valioso, una esmeralda, por
ejemplo, para su aniversario. E incluso fue a hablar con Roca para que le mostraran
algunas: había una, no demasiado grande, colombiana, de modo que su precio era
relativamente bajo, color «lechuga» y con jardines adentro, que era un primor. Lo
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