Graves, Robert - El sello de Antigua.pdf

(747 KB) Pobierz
Microsoft Word - Graves,Robert - El sello de Antigua [rtf].rtf
EL SELLO DE ANTIGUA
ROBERT GRAVES
1
656017888.001.png
I. «NUESTRO ÁLBUM DE SELLOS»
«Antigua, penique , burdeos.» La mirada se posa sobre él con emoción y una oleada de recuerdos y con-
jeturas agitan el corazón. ¿No es acaso Antigua una colonia inglesa? ¿Y no son acaso la mayoría de las
clásicas rarezas del mundo de la filatelia, sellos de las primitivas colonias británicas? Además, siendo el
penique la más común denominación del sello colonial británico, ¿no es evidente que el sello en cuestión
debía tener algo verdaderamente excepcional para justificar ser el tema de un libro? ¿Era su color
burdeos, su inimitable tono vinoso, lo que lo distinguía de sus semejantes? La solemne fonética de la
palabra «Antigua», y la bonita combinación de las palabras «penique, burdeos», habrán sido observadas
también, y con toda razón, como elementos de importancia narrativa. Si la frase fuese: Turks Islands,
1881, un chelín, azul pizarra, con la errata TRUKS», el impacto psicosensual no tendría, ni mucho menos,
la misma fuerza, pese al gran atractivo de los errores de impresión y a que los sellos de un chelín alcanzan
siempre precios más altos en los catálogos que los de un penique de la misma emisión. Pero, desde luego,
la verdad no tiene alternativas. La verdad es que el sello que da nombre a esta novela era (pese a que
algunos filatélicos puristas se aferraron obstinadamente durante años al término más convencional de
«castaño lila», Antigua, 1 penique, burdeos . Las circunstancias no le permitían ser otra cosa.
«Turks Islands, 1881, un chelín, azul pizarra, con la errata TRUKS», no sería, siquiera, un buen titular de
periódico. ¿Comprenden ustedes lo que queremos decir? La única manera segura de descubrir el ganador
del Derby es consultar, la mañana de la carrera, la lista de los caballos que corren e imaginarse los
titulares de los periódicos de la tarde, poniéndose en la situación de sus millares de ávidos lectores. Si se
hace esto con absoluta imparcialidad, eliminando toda inclinación personal en favor de un nombre que
tenga un significado especial para uno mismo, hay siempre un solo caballo posible; ¡apueste fuertemente
por él! La solidez del principio puede comprobarse después de cada carrera. Estrella del Sur se lleva el
Gran Derby. Cali Boy vence en un galope final. Windsor Lad triunfa. ¿Quién apostó por Felstead?
Mahmoud hace historia. Uno tiene que admitir que no podía ser ningún otro nombre. Y lo mismo ocurre
con ese sello de correos, mencionado en los titulares de la Prensa mundial una y otra vez: es un ganador
predestinado.
«Antigua, penique, burdeos.» Y pese a que sólo cabe esperar que sea en el corazón del hombre ordinario,
donde se agite esta oleada de enclaustrados recuerdos y conjeturas, también la mujer ordinaria puede
tener una recrudescencia de sentimientos al verlo, después de tantos años, ruborizarse de emoción al oír
mencionar aquel vulgar e inútil sello de correos. Porque todo hombre ordinario en el fondo es un colegial
y toda mujer ordinaria una colegiala. Todos los colegiales británicos de una cierta edad hacen colección
de sellos, o por lo menos, los colegiales cuyos padres tienen algo de dinero; por debajo de un cierto nivel
social, el instinto de coleccionistas debe limitarse, suponemos, a los cromos y cupones de regalo. Las
colegialas, por otra parte, salvo quizás aquéllas de los extravagantes colegios que se consideran como
fieles réplicas (con la sustitución del boxeo por el balonmano y de la palmeta por las notas de conducta)
de las viejas fundaciones en las que los muchachos de las clases .acomodadas aprenden a ser caballeros (a
fuerza de bromas pesadas ante las que el personal docente sonríe y hace la vista gorda); las colegialas,
decimos, no coleccionan sellos. De hecho, suelen despreciar esta afición por no ser lo suficientemente
directa y personal para satisfacerlas emocionalmente, si algo coleccionan, son fotografías firmadas por
famosos actrices y actores. Pero tienen hermanos, y los hermanos coleccionan sellos. De manera que, du-
rante las vacaciones, a menudo se prestan a aportarles su ayuda. Rebuscan en los cajones de los
dormitorios, en los escritorios de sus padres, en las cajas de embalaje de las buhardillas, y, a veces, hacen
buena redada. Los hermanos se sienten emocionados y agradecidos. A las muchachas no les interesan los
sellos, de acuerdo, pero -y este es el punto importante- les interesa indiscutiblemente la preocupación de
sus hermanos por los sellos. ¿Qué es todo esto? ¿Qué sentido tiene? Se comportan casi como si estuviesen
enamorados de sus albumes.
Como recompensa por el botín que la hermana le ha traído de lugares en los cuales no hubiera tenido el
valor moral de aventurarse, el hermano un día instruye a su hermana en los misterios de su arte. Le
explica, con voz temblorosa, las sutiles diferencias entre uno y otro sello, el exquisito cuidado que hay
que tener al manejarlos y montarlos, y la relación entre su rareza, autenticidad y condición y su valor
comercial. Ella lo escucha con bien fingida atención e incluso aguanta pacientemente otras lecciones
sobre filigranas, perforaciones hechas con ruleta y sobrecargas. Pero en su memoria queda grabado poco
o nada Porque no estudia la filatelia en sí, sino, es necesario repetirlo, la conducta de un muchacho que se
ha enamorado de su álbum de sellos. Por esto, al cabo de algún tiempo, el chico se impacienta con su
2
hermana y reconoce que ha estado perdiendo el tiempo. La muchacha tiene, al parecer, una inteligencia
inferior y, usando el lenguaje de su último boletín de geografía, «carece lamentablemente de
concentración; demuestra un gran descuido».
—¿No te he dicho esta misma mañana —gime el muchacho— que la edición de 1894 tiene dos franjas, o
como se llamen, ondeadas y, la de 1895, sólo una? Y ahora me los has mezclado todos y voy a necesitar
horas para volverlos a clasificar.
La muchacha tiene tacto y contesta gentilmente.
— ¡Oh, cuánto lo siento! ¡Qué estúpida soy! Déjame que te los seleccione yo. Será una buena práctica y
lo haré en un momento.
Y así siguen juntos hasta que ella hace algo muy ordenado pero imperdonable, como fraccionar un bloque
de cuatro rarísimos sellos de Terranova y colocar cada uno de ellos en el centro de las casillas oblongas
de las páginas del álbum. Cuando él ve lo que ha hecho ella, se pone rojo y blanco de ira. La agarra por el
pelo y la sacude con violencia, y sólo el acordarse súbitamente de que es una cobardía en el hombre
maltratar a una mujer, especialmente si es una hermana menor, le impide dañarla seriamente. Ella llora
pero más de indignación que de dolor. ¡Pensar que pueda tener semejante ataque de locura por una
bagatela como aquélla! Metió mucha menos bulla, en realidad ninguna, el día que, sin querer, le vertió un
pote de pintura verde sobre la chaqueta. Si le hubiese ocurrido a ella se hubiera puesto furiosa. Los
muchachos son así con sus ropas, salvo si se trata de la de los domingos. Consideran las manchas de
pintura o de sangre y las desgarraduras de los alambres de espino como honrosas heridas de guerra. Se
limitó a llamarla torpe y tonta e incluso echó a reír. Y ahora, sólo porque ha separado cuidadosamente
aquellos cuatro sellos...
Cuando la suelta, la chica se comporta con dignidad. No arroja un tintero a la cara del agresor, ni siquiera
sobre el álbum. No dice nada, pero sale sollozando y enjugándose las lágrimas con el pañuelo. Sólo
cuando llega a la puerta se vuelve y le dice que en vista de lo que le ha hecho, jamás volverá a acercarse a
sus espantosos sellos ni hará nada más para ayudarle. Él se echa a reír con desprecio. «¡Ayudarme! Pues
sí que...» Pero la puerta se ha cerrado, de manera que no puede replicar todo lo que quería. Refunfuña
solo. Está muy enojado todavía, pero empieza a sentirse incómodo. No hubiera debido hacer una cosa tan
poco caballerosa como tirarle del cabello. Es capaz de írselo a contar a su padre y armar un escándalo; y
si lo hace es seguro que su padre se pondrá de parte de ella.
Trata de distraerse clasificando sus trueques y asegurándose de que son todos en realidad sellos trueque y
no variedades que merezcan un lugar en el álbum. Pero no puede concentrarse. Se siente turbado. Sigue
refunfuñando y quejándose de la estupidez de su hermana y de su entrometimiento y prepara una especie
de autodefensa para el caso de que su padre se presente con su acostumbrado: «Muchacho, al parecer te
has portado como un bruto con tu hermana pequeña...»
Él contestaría: «Querido papá: desde luego siento haber perdido los nervios, pero tú entiendes de sellos y
si tuvieses un bloque de cuatro Terranovas de cinco centavos, nuevos, y alguien, sin encomendarse a Dios
ni al diablo lo fraccionase, creo que te enfadarías tanto como yo. Por otra parte, no le he hecho daño.»
Pero no tiene por qué preocuparse, ya que su hermana no ha ido a encontrar a su padre, cuya intervención
no hubiera hecho más que empeorar las cosas, sino a su madre. Las dos mujeres tratan el asunto a fondo,
no sin indignación, pero, tomándolo, al mismo tiempo, un poco a broma. Al final, una cierta cantidad de
dinero cambia de mano de forma cautelosa y la muchacha dice sonriendo: «Muy bien, mamá, si crees que
es lo mejor... Muchísimas gracias. En todo caso, no veo que merezca una recompensa por haberme tirado
del cabello.»
—Piénsalo bien, hija —responde la madre.
La muchacha lo piensa bien. Aquella noche, después de una silenciosa cena, se levanta y, dando la vuelta
a la mesa, se acerca al sitio donde su hermano está melancólicamente rompiendo la cascara de un huevo
pasado por agua.
—Toma —le dice, en voz baja, aparentemente con el fin de no ser oída por el padre, que está leyendo el
periódico—, para que te cuides tu carácter brutal. Pero sigo diciendo que no volveré a ayudarte jamás a
arreglar tu colección de sellos.
Él le lanza una mirada feroz, pero después examina el paquetito que la hermana ha puesto en su manó. Su
rostro cambia de expresión. Lo que le ha dado es el paquete aquel de cincuenta sellos de Centro América,
marcado en 3 chelines 6 peniques, que hacía tanto tiempo anhelaba. Ha estado expuesto en el escaparate
de la papelería del barrio y cuarenta de los cincuenta sellos, por lo menos, irán al álbum. Su colección es
muy floja en sellos de Centro América. Pero no le gusta aceptar un regalo hecho en aquel estado de
ánimo. Así lo dice, con cierta hostilidad en su voz.
La muchacha se echa a reír, un poco histéricamente. «Yo no hago colección de sellos. Tirémoslos, pues.»
Coge el paquetito y se dirige hacia la chimenea. «¿Quieres que los queme?»
Él se levanta de un salto. No, no es esto en absoluto lo que quería decir. Quería decir tan sólo...
La chica comienza a llorar y él se siente avergonzado y trata de consolarla. Pero ella no quiere ser conso-
3
lada. El padre se da cuenta al fin de que ocurre algo y deja el periódico. Pero la madre le dirige una
mirada con la que le dice que es mejor quizá no enterarse y que conviene dejarlos que se arreglen solos. Y
así el padre continúa callado y vuelve a encontrar su punto en la lectura, mientras piensa que todo iría
mejor en la casa si las peleas no fuesen tan frecuentes entre sus dos únicos hijos.
La única hija comprende ahora perfectamente lo que su madre quería decir al darle el dinero, y avisarla:
«Ha de creer que es dinero que te quedaba de tu cumpleaños.» La situación la divierte sobremanera y la
divertirá todavía más antes de acabar con esto. Sale de la habitación; su hermano se siente impulsado a se-
guirla; suben al cuarto de la ropa blanca y ella le deja llegar a tal estado de contrición y vergüenza de sí
mismo, y de gratitud por la lealtad de su hermana al no decirle nada al padre, que acaba por ofrecerle
compartir su colección de sellos.
Ante esta memorable declaración, la chica deja de sollozar, aceptar llorosa sus torpes caricias y le pre-
gunta si lo dice sinceramente. Desde luego, lo dice sinceramente, y ella le expresa cuánto siente haberlo
acusado alguna vez de egoísmo con respecto a su colección.
—No debes decir nunca más tu colección —declara él con magnanimidad, acariciándole el cabello—. A
partir de ahora es nuestra colección.
—Eres un hermano maravilloso.
Al verlos bajar las escaleras cogidos de la mano, su padre les felicita por haberse hecho las paces, como
niños sensatos.
Que sea ya nuestra colección, le da a ella mayor oportunidad de observar la conducta de su hermano
respecto a la misma. Reconoce que algunas veces es realmente extraordinaria. Por ejemplo, cuando sus
amigos vienen a casa a ver el álbum y a hacer algún trueque, es invariablemente su colección. Y, sin
embargo, parece que espere como cosa natural que la hermana gaste todo su dinero, incluso los ingresos
extraordinarios de cumpleaños y Navidades, en completar series que faltan o en adquirir, por lo menos,
uno representativo de cada isla o estado lejanos para los cuales se ha reservado sitio en el álbum;
Heligoland, Thura y Taxis, África Portuguesa, etc. «Nuestra colección vale ahora un puñado de libras»,
declara él ufano. Entonces, pese a que sea nuestra colección, ella no puede, al parecer, tener una opinión
personal sobre el arreglo de la misma, y no debe meter la cuchara cuando él está haciendo algún trueque,
porque se desconcertaba.
— ¡Pero sueltas cada mentira sobre el valor de los sellos que quieres cambiar...! —dice ella—. No me pa-
rece honrado. Has cambiado aquel Barbados roto, que yo arreglé con un trozo de sello francés vulgar,
diciendo que estaba en perfecto estado.
—También mentía él. Si el Barbados estuviese en buen estado, no lo hubiera cambiado yo por el medio
penique de Malta con sobrecarga.
—Pero éste no lo teníamos.
—Ya lo sé, pero está catalogado sólo a cuatro peniques, y Barbados a uno con seis.
—Uno con seis, nuevo —corrige ella—. Estampillado sólo tres peniques.
—Bueno, yo creía que valía uno con seis —dice malhumorado.
¡Qué tramposos son los muchachos! Tratan de hacer trampas incluso con su conciencia. Más adelante
encarga a su hermana, como una especie de favor, la tarea de escribir a sus parientes lejanos —el primo
Eric, ingeniero de minas en Solivia, y tía Nelly, en la Legación Británica de Persia— para convencerlos
de que les manden sellos.
—Diles que te manden sellos nuevos de valores altos, que pongan tantos de poco precio como puedan en
el sobre. Éstos serán útiles para los cambios. Pero pon todo esto en una posdata después de una carta muy
amable llena de noticias; de lo contrario creerán que escribes sólo para pedirles sellos y no se tomarán la
molestia de contestar.
—No: una posdata es demasiado sospechoso. Lo pondré a mitad de la carta. Les diré que son para ti,
porque estás enfermo en cama. No te importará que lo diga, ¿verdad? Es el mismo tipo de cosa que dirías
tú en una carta...
Hay cierto tono de maldad en su voz.
—Es cierto que la semana pasada estuve enfermo en cama —dice él mirando al suelo y moviendo los
pies.
Los muchachos detestan verse envueltos por otro en una mentira. Les gusta inventarlas ellos mismos y
amoldarlas hasta cierto punto con el vago recuerdo de algo que realmente ocurrió en tal o cual ocasión.
También entraba en las obligaciones de la hermana pedir a todas sus amigas, en cuyas familias nadie
hacía colección de sellos, que rescataran todos los sellos extranjeros de la papelera.
—Diles que lo hagan aunque parezcan muy vulgares. Puede haber una nueva variedad entre ellos, o
incluso un error. Los errores tienen un gran valor.
Pero ella, desde luego, no permitirá que se aprovechen de ella más de lo que sirva para su propósito. Por
ejemplo, se las arreglará para que los regalos de cumpleaños y Navidad sean en especies, no en dinero; y
aun cuando permite, por razones tácticas, que su hermano se refiera a «su colección» delante de sus ami-
4
gos, se desquita después de diferentes maneras. Una mañana, dice, por ejemplo:
—Esta mañana voy a usar nuestra colección de sellos. Me toca a mí.
—¿Qué quieres hacer con ella? —pregunta él con suspicacia.
— ¡Oh, nada...!
—¿Qué quiere decir «nada»?
—No gran cosa.
—¿No vas a cambiar ningún sello de sitio, eh?
— ¡Pero si me has dicho docenas de veces que no puedo hacer nada sin tu señorial permiso...! Tú, puedes
hacer lo que te dé la gana, al parecer, pero yo no puedo siquiera sacar un sello para acercarlo a la luz y
examinar las filigranas.
—Los romperías; por eso no quiero.
—¿Quién rompió aquel sello de las Seychelles, la semana pasada?
—Fue culpa tuya, por respirar tan fuerte sobre mi hombro. Bien, escucha, ¿vas a sacar algún sello o no?
—Me has dicho que no.
—Ya lo sé, pero, ¿lo harás? ¿Sí o no?
—A ver si lo adivinas.
—¿Sí?
—No he dicho que sí, he dicho «adivina» (1).
El chico sale corriendo de la habitación y tropieza con su padre, que lo agarra.
—¿Dónde diablos vas como un loco, muchacho?
Esto le da a ella la oportunidad de salir a su vez y llegar la primera arriba. Sabe que su hermano tenía la
intención de coger el álbum y esconderlo para que ella no pueda manosearlo aquella mañana. Él tiene que
hacer de «caddy» de su padre, que juega al golf contra Sir Reginald Whitebillet, constructor naval
retirado y socio más antiguo de la compañía de transportes marítimos «Whitebillet», fundada por su
abuelo.
Su padre lo sujeta a pesar de sus esfuerzos por librarse.
—Te he hecho una pregunta y espero la respuesta. ¿Dónde vas tan alocado?
—Arriba a buscar mi colección de sellos.
—Y qué quieres hacer con tu colección de sellos esta mañana? Tenemos que estar en el club dentro de un
cuarto de hora.
—Quería sólo mirarla un momento.
La muchacha baja entonces con el álbum y se sienta en un sillón junto al fuego con los sellos en el
regazo.
—No puedes, muchacho, no hay tiempo. No vas calzado siquiera. Y tienes que limpiarme las pelotas,
además. Están arriba, en el cajón de mi mesa tocador.
—Cuando juegas con Sir Reginald usas siempre pelotas nuevas.
—A lo mejor no viene. Ayer tuvo un ataque de reuma. Por si acaso quiero que me limpies las pelotas, ¿te
enteras? Y ahora, en marcha, y sin discutir.
El chico sale de la habitación haciendo a su hermana una mueca de amenaza. Ella dice:
—Papá, esta mañana estudiaré nuestra colección de sellos. La tengo tan raras veces para mí sola... Dice
que es de los dos, pero no me la deja tocar nunca cuando no está él. Y eso que tengo mucho cuidado.
—Lo creo, cariño...
—Papá, ¿te has acordado de coger tus lentes para larga distancia? Los que te has metido en el bolsillo son
los de leer.
Papá queda sumamente agradecido. Si no se hubiese dado cuenta del error se hubiera encontrado en el
primer «tee» incapaz de batir a Sir Reginald, que no es ciertamente hombre para esperar a que el vicario
mande por sus lentes. Y cuando papá juega con Sir Reginald se juegan dinero. Si papá gana, Sir Reginald
paga cinco chelines a la Asociación del órgano. Si gana Sir Reginald, papá contribuye con los cinco
chelines a la Sociedad de Caza de la Nutria. Sir Reginald no es hombre de iglesia y papá ha desaprobado
la caza de la nutria desde el día en que los perros mataron unos patos de Bombay con «pedigree», que
tenía, y el Comité de Caza, presidido por Sir Reginald, puso en tela de juicio el «pedigree» de los patos
cuando reclamó daños y perjuicios. De manera que la lucha es siempre encarnizada, como si se
disputasen la Copa de St. Aidan. Papá generalmente gana, pero sólo por un par de agujeros. Los lentes
inadecuados le hubieran dado a sir Reginald una ventaja de cinco agujeros antes de que el «caddy» hu-
biese vuelto con los otros. De manera que ella está en posición sólida, sentada y estudiando
minuciosamente los sellos con una lupa. Si a última hora se produce una tentativa para arrebatarle el
álbum, papá seguramente tendrá algo fuerte que decir.
De manera que el muchacho pasó una mañana lastimosa en los «links», imaginando todas las cosas terri-
bles que ella podría estar haciendo con el álbum, con su álbum, mientras él está fuera. A cada momento le
da a su padre el palo equivocado, lo cual lo pone furioso porque está perdiendo. Cuando por fin regresan a
5
Zgłoś jeśli naruszono regulamin