Stephen King 2 La Noche del Tigre
La Noche del Tigre
(Night of the Tiger)
Stephen King
Publicada en "The best horror stories from the Magazine of Fantasy and Science Fiction", 1978, y más adelante en "More Tales of Unknown Horror", 1979, "The Year's Best Horror Stories", 1979, y "Chamber of Horrors", 1984
Publicado en español en: Editorial Martínez Roca. "Lo mejor del terror contemporáneo. Horror 5", 1993
Vi por primera vez al señor Legere cuando el circo pasó por Steubenville, pero yo sólo llevaba dos semanas en el espectáculo, y tal vez él hubiera hecho indefinidamente sus visitas irregulares. Nadie quería hablar gran cosa del señor Legere, ni siquiera aquella última noche, cuando parecía que el fin del mundo estaba al caer..., la noche que desapareció el señor Indrasil.
Pero si he de explicárselo desde el principio, debería empezar diciendo que me llamo Eddie Johnston, y que nací y me críe en Sauk City. Allí fui a la escuela, tuve mi primer amor y trabaje durante algún tiempo en el almacén del señor Lillie, una vez terminados mis estudios en la escuela superior. Eso fue hace algunos años..., a veces mas de los que quisiera contar. No es que Sauk City sea un lugar tan malo. Algunas personas se contentan con sentarse en el porche de sus casas en las cálidas y perezosas noches de verano, pero a mi eso me producía una cierta comezón, como cuando te pasas demasiado tiempo sentado en la misma silla. Así que deje el almacén y me enrolé en el Circo Americano de Farnum y Williams, con sus tres pistas y sus exhibiciones secundarias. Supongo que lo hice en un momento de aturdimiento, cuando la musiquilla del circo me nubló el juicio.
Me convertí entonces en un peón nómada. Ayudaba a levantar y desmontar las carpas, limpiar las jaulas y, a veces, vender algodón de azúcar cuando el vendedor regular tenia que ausentarse, y vociferar para Chips Baily, el cual padecía malaria, y en ocasiones tenia que ir a algún sitio muy lejano. En general eran cosas que hacen los muchachos para que les regales localidades..., cosas que solía hacer yo mismo de niño. Pero los tiempos cambian, y ya no parecen presentarse como antes.
Aquel tórrido verano pasamos por Illinois e Indiana, el público era bueno y todo el mundo se sentía feliz. Todos excepto el señor Indrasil, el cual nunca era feliz. Era el domador de leones, y su aspecto me recordaba al Rodolfo Valentino que había visto en viejas fotografías. Un hombre alto, de rasgos apuestos y arrogantes y una agreste cabellera negra. La expresión de sus ojos era extraña, furiosa..., la más furiosa que he visto jamás. Casi siempre estaba callado; un par de sílabas del señor Indrasil eran todo un sermón. Todos los miembros del circo mantenían con el una distancia tanto mental como física, porque sus accesos de cólera eran legendarios. Se rumoreaba, siempre en susurros, que en una ocasión, después de una actuación especialmente difícil, uno de los peones derramó café sobre las manos del señor Indrasil, y éste estuvo a punto de matarle antes de que lograran separarle del muchacho. No se si será cierto. Lo que si se es que llegue a temerle mas que al frío señor Edmont, el director de mi escuela, al señor Lille e incluso a mi padre, el cual era capaz de frías reprimendas que te dejaban temblando de vergüenza y desaliento.
Cuando limpiaba las jaulas de los grandes felinos, las dejaba siempre impecables. El recuerdo de las pocas ocasiones en que fui objeto de las iras del señor Indrasil todavía me hace flaquear las rodillas.
Eran sus ojos, sobre todo..., grandes, oscuros y totalmente inexpresivos. Los ojos y la sensación de que un hombre capaz de dominar a siete gatazos ojo avizor en un pequeña jaula, por fuerza tenía que ser también un salvaje.
Y las dos únicas cosas a las que él temía eran el señor Legere y el único tigre del circo, una bestia enorme llamada Terror Verde.
Como he dicho, vi por primera vez al señor Legere en Steubenville, cuando el contemplaba la jaula de Terror Verde como si el tigre conociera todos los secretos de la vida y de la muerte.
Era enjuto, moreno, sosegado. Sus ojos profundos, muy hundidos en las cuencas, tenían una expresión de dolor y cavilosa violencia en sus honduras con reflejos verdes, y siempre cruzaba las manos a la espalda mientras contemplaba taciturno al tigre.
Terror Verde era una fiera digna de verse, un enorme y hermoso espécimen con un impecable pelaje rayado, ojos verde esmeralda y grandes colmillos como escarpias de marfil. Sus rugidos solían oírse en todo el recinto del circo..., fieros, airados y absolutamente salvajes. Parecía gritar su desafío y su frustración al mundo entero.
Chips Baily, que llevaba en el circo Farnum y Williams desde Dios sabe cuando, me dijo que el señor Indrasil solía utilizar a Terror Verde en sus actuaciones, hasta que una noche el tigre saltó de repente desde su plataforma elevada y casi le arrancó la cabeza antes de que el señor Indrasil pudiera salir de la jaula. Observé que el señor Indrasil siempre llevaba el cabello largo, cubriéndole la nuca.
Todavía puedo recordar la escena aquel día en Steubenville. Hacía calor, un calor sofocante, y el público iba en mangas de camisa. Por ello destacaban los señores Legere e Indrasil. El señor Legere, que estaba de pie en silencio junto a la jaula del tigre, vestía traje y chaleco, y no tenía el rostro húmedo de sudor. El señor Indrasil llevaba una de sus bonitas camisas de seda y calzones de gruesa tela blanca, y los miraba a ambos, pálido como un muerto, con una expresión de cólera lunática, odio y temor en sus ojos saltones. Sostenía una almohaza y un cepillo, y las manos le temblaban espasmódicamente, aferradas a aquellos objetos.
De repente me vio y dio rienda suelta a su ira.
–¡Tú! –Gritó –. ¡Johnston!
–Sí, señor.
Sentí un hormigueo en la boca del estómago. Sabía que la ira de Indrasil estaba a punto de volcarse sobre mi, y el temor que me inspiraba aquella idea me hizo sentir débil. Me gusta pensar que soy tan valiente como cualquier hijo de vecino, y si se hubiese tratado de alguien mas, creo que hubiera estado plenamente decidido a defenderme. Pero no era nadie más. Era el señor Indrasil, y tenía ojos de loco.
– Estas jaulas, Johnston. ¿Crees que están limpias?
Señalo con un dedo, cuya dirección seguí. Vi cuatro trocitos dispersos de paja y un acusador charco de agua de la manguera al fondo de una de las jaulas.
–S... sí, señor –le respondí, y lo que pretendía que fuera firmeza se convirtió en una débil bravata.
Se hizo un silencio, como la pausa eléctrica que antecede a un aguacero. La gente empezaba a mirar, y yo tenía la vaga conciencia de que el señor Legere nos observaba con sus ojos insondables.
–¿Sí, señor? –atronó de repente el señor Indrasil– ¿Sí, señor?
–¿Sí, señor? ¡No te burles de mi inteligencia, muchacho! ¿Crees que no veo, que no puedo oler? ¿Pusiste el desinfectante?
–Ayer puse el desinfec...
–¡No me repliques! –gritó, y entonces bajó súbitamente la voz, lo que me hizo sentir un hormigueo en la piel– No te atrevas a replicarme –Ahora todo el mundo nos miraba. yo quería vomitar, morirme–. Ahora mismo vas a ir al cobertizo de las herramientas, vas a coger el desinfectante y fregar estas jaulas– susurró, midiendo cada palabra. De repente, tendió una mano y me agarró de un hombro–. Y nunca, nunca, vuelvas a replicarme.
No se de dónde salieron mis palabras, pero de pronto estaban allí, brotando de mis labios.
–No le he replicado, señor Indrasil, y no me gusta que diga eso. Yo... me ofendo si dice una cosa así. Ahora déjeme ir.
Su rostro se puso repentinamente rojo, luego blanco y finalmente casi azafranado de ira. Sus ojos eran llameantes umbrales del infierno.
En aquel momento pense que iba a morir.
El señor Indrasil emitió un sonido gutural inarticulado, y la presión de su mano en mi hombro se hizo insoportable. Su mano derecha subió alto, muy alto..., y entonces descendió con increíble velocidad.
Si aquella mano hubiera alcanzado mi rostro, como mínimo me habría derribado al suelo sin sentido y, en el peor de los casos, me habría roto el cuello.
Pero no me alcanzó.
Otra mano surgió como por ensalmo en el espacio, directamente delante de mi. Ambos miembros en tensión colisionaron con un ruido sordo. Era el señor Legere.
–Deja en paz al muchacho –le dijo fríamente.
El señor Indrasil se lo quedó mirando durante un largo momento, y creo que no había nada tan desagradable en todo el asunto como observar el temor del señor Legere y la loca avidez de herir (¡o matar!) mezclados con aquella mirada terrible.
Entonces dio media vuelta y se alejó.
Me volví hacia el señor Legere.
–No me des las gracias.
Y no era un «no me des las gracias», sino un «no me des las gracias», no un gesto de modestia, sino una orden literal. Con su súbito relámpago de intuición –de concordancia afectiva, si usted quiere– comprendí exactamente qué quería decir con aquel comentario. Yo era un peón en lo que debía de ser un largo combate entre los dos hombres. Había sido capturado por el señor Legere más que por el señor Indrasil. Había detenido al domador de leones no para protegerme, sino porque ello le daba una ventaja, por pequeña que fuera, en su guerra privada.
–¿Cómo se llama? –le pregunte, en absoluto ofendido por lo que había deducido.
Después de todo, había sido sincero conmigo.
– Legere –dijo rápidamente, y se volvió para marcharse.
– ¿Esta usted en el circo? –le pregunté, pues no quería que se fuera tan fácilmente–. Parecía... conocerle.
Una leve sonrisa apareció en sus labios delgados, y una llamita de afecto brilló fugazmente en sus ojos.
–No. Podríamos decir que soy un policía.
Y antes de que pudiera replicarle, desapareció entre la gente que pasaba por allí.
Al día siguiente desmontamos las carpas y nos marchamos.
Volví a ver al señor Legere en Danville y, dos semanas después, en Chicago. En los intervalos procuré evitar al señor Indrasil tanto como me fue posible, y mantuve impecablemente limpias las jaulas de los felinos. La víspera de nuestra partida para Saint Louis, les pregunte a Chips Baily y Sally O'Hara, la pelirroja funámbula, si los señores Legere e Indrasil se conocían. Estaba bastante seguro de que así era, porque el señor Legere difícilmente seguía al circo para saborear nuestro estupendo helado de lima.
Sally y Chips intercambiaron miradas por encima de sus tazas de café.
–Nadie sabe gran cosa de lo que hay entre esos dos –dijo Sally–. Pero es algo que dura desde hace mucho tiempo..., quizá veinte años, desde que llegó aquí el señor Indrasil, tras dejar el circo Ringling Brothers, y tal vez incluso antes de eso.
Chips asintió.
–Ese tipo, Legere, llega al circo casi todos los años, cuando pasamos por el Medio Oeste, y se queda con nosotros hasta que cogemos el tren hacia Florida, en Little Rock. Vuelve tan irritable al viejo domador de felinos como si fuera uno de sus gatos.
–Me dijo que era policía –comente–. ¿Que creéis que busca por aquí? ¿No suponéis que el señor Indrasil...?
Chips y Sally intercambiaron una mirada extraña, y ambos se levantaron tan bruscamente que estuvieron a punto de romperse la espalda.
–He de ver si esos pesos y contrapesos están bien almacenados –dijo Sally, y Chips musitó algo no muy convincente acerca de la necesidad de revisar el eje trasero de su remolque.
Y así es como solía terminar toda conversación acerca de los señores Indrasil o Legere..., apresuradamente, con muchas excusas forzadas.
Nos despedimos de Illinois y de la comodidad al mismo tiempo. Se produjo una abrumadora oleada de calor, al parecer en el mismo instante en que cruzamos el limite del Estado, y aquel calor nos acompañó durante mes y medio, mientras avanzábamos lentamente por Missouri y entrábamos en Kansas. Todo el mundo estaba nervioso, incluidos los animales. Y entre ellos, naturalmente, los felinos, que eran responsabilidad del señor Indrasil. Éste trataba a los peones en general, y a mi en particular, sin la menor consideración. Yo sonreía y procuraba aguantarlo, aunque el calor me ponía también muy irascible. No se puede discutir con un loco, y había llegado a la conclusión de que eso era sin lugar a dudas el señor Indrasil.
Nadie dormía muy bien, y ésa es la maldición de los artistas de circo.
La falta de sueño hace que los reflejos sean mas lentos, lo cual aumenta el peligro. En Independence, Sally O'Hara cayó a la red de nilón desde veinte metros de altura y se fracturó el hombro. Andrea Solienni, nuestra amazona a pelo, se cayó de uno de sus caballos durante un ensayo, y un casco la golpeó y la dejó inconsciente. Chips Baily sufría en silencio con su fiebre crónica, el rostro como una mascara de cera y las sienes bañadas en un sudor frío.
Y en muchas ocasiones las cosas tenían peor cariz para el señor Indrasil. Los leones estaban nerviosos e irritables, y cada vez que entraba en la Jaula de los Gatos Endiablados, como la llamábamos, ponía en peligro su vida. Alimentaba a los leones con excesiva cantidad de carne antes de entrar, algo que hacen raramente los domadores de leones, contrariamente a la creencia popular. Tenía el rostro cada vez mas fatigado y ojeroso, y la mirada frenética.
El señor Legere casi siempre estaba allí, junto a la jaula de Terror Verde, mirándole. Y eso, claro, aumentaba la presión del señor Indrasil. Todo el circo empezó a ponerse nervioso cuando veía pasar a aquel personaje con camisa de seda, y supe que todos pensaban lo mismo: «Va a reventar, y cuando lo hace...»
Cuando lo hiciera, sólo Dios sabia lo que ocurriría.
La oleada de calor continuó, y las temperaturas rebasaban los treinta grados todos los días. Parecía como si los dioses de la lluvia se burlaran de nosotros. En cuanto abandonábamos una ciudad, ésta recibía la bendición de los aguaceros, y cada ciudad en la que entrábamos estaba reseca y ardiente.
Y una noche, en la carretera entre Kansas City y Green Bluff, vi algo que me trastornó mas que ninguna otra cosa.
Hací...
AnnLea